Llega el buen tiempo y proliferan las terrazas, esto es así. Yo soy de las personas que anhelan la materialización de esta verdad dogmática año tras año, xronia kai xronia que diría la abuelita griega del yogurt. Tal vez por ello me he percatado que esta temporada hay más terrazas que nunca, así por lo menos lo he observado en los barrios y calles que normalmente frecuento. Quizás se deba a que muchos establecimientos han tenido que buscar una salida a la normativa antitabaco montando terrazas -ya en invierno- en lugares insospechados, coincidiendo con ciertas modificaciones de las ordenanzas municipales que lo han hecho propicio; o quizás se deba a que una “fiebre terracil” se apodera de nosotros cuando empieza en buen tiempo.
Si hay mesas fuera me siento: es la pescadilla que se muerde la cola y el origen de un fenómeno que he pasado a denominar las antiterrazas. Espacios al exterior acotados por los establecimientos hosteleros, en cualquier sitio y de cualquier manera, para que los clientes puedan sentarse al aire libre. Sí, en cualquier sitio y de cualquier manera: al lado de una vía demasiado transitada, ruidosa, ruinosa; o al lado de una zona de residuos, contendores de reciclaje que no huelen precisamente a rosas. El fenómeno no es nuevo, pero hasta ahora nunca había sido tan alarmante. El concepto de terraza de verano ha de llevar implícito una serie de connotaciones de relax, placer o deleite, que lo eleven a espacio para explayar nuestros sentidos y nuestra mente, o simplemente estar a gusto. Claro que esto es una apreciación personal, de otra manera no se explica la alta ocupación de las anti-terrazas.
Terrazas "anti-relax" en la Gran Vía marileña y en la calle de José Abascal, dos de las vías más transitadas de la capital: sitios perfectos para tomar un refrigerio, inhalar el humo de los autobuses urbanos según sale del tubo de escape, y quedarse sordo con el ruido de los cláxones. [Foto Gran Vía: El País] |